De pequeña mi educación nutricional no fue muy oportuna: comía lo que quería, y si algo no me gustaba (por ejemplo la verdura), me lo cambiaban por otra cosa que me gustara más. Mi abuela, con la que estaba casi todo el tiempo, era del pensamiento de “los niños gorditos son los más sanos”. No tenía límite con las chucherías y me compraban tantas como quería sin medir si eran muchas o pocas, por lo que desde mi infancia ya arrastraba un poco de sobrepeso.
Durante la adolescencia, siempre vivía con la sombra del sobrepeso tras de mí, aunque hubo etapas en las que estaba más bien delgada, siempre pensaba que me sobraban kilos y no me sentía a gusto con mi cuerpo. En mi familia (contrariamente a las creencias sobre la comida) siempre me habían transmitido el fantasma de la delgadez y yo más bien era gordita y ancha de espalda: mi somato tipo es mesomorfo, lo que en aquella época para mi psique suponía una auténtica cruz.
En diversas ocasiones, me apunté al gimnasio o salía a correr, pero, aunque el deporte me gustaba, no conseguía persistir. La razón era el desconocimiento sobre los ejercicios y cómo aplicarlos, por lo que terminaba aburriéndome al no tener conocimiento de los resultados que tendría cada uno. Además y debido al desconocimiento sobre el tema, mi alimentación seguía siendo muy mala, con alta ingesta calórica (snacks, chocolates, refrescos…), nunca conseguía bajar de peso, por lo que acababa harta de hacer ejercicio sin ver resultados.
En mi juventud, todo fue a peor, empezó la época de salir a las discotecas con amigos y hacía todo lo contrario a lo que se suponía que debe hacer una persona que quiera mejorar su forma corporal y cuidar su salud: comía lo que quería, que normalmente era lo contrario de lo saludable: comida chatarra, hamburguesas con patatas fritas, pizzas, perritos calientes, helados enormes, bebidas azucaradas, golosinas, todas ellas con altos niveles de grasas, sal, condimentos o azúcares… Además empecé a beber alcohol y a fumar lo que empeoraba más las circunstancias. Mantuve esta situación durante toda mi juventud, siempre con el fantasma del sobrepeso tras de mí, lo que me llevaba a hacer dietas insufribles, que eran imposibles de aguantar y que me creaban ansiedad, por lo que nunca adelgazaba o lo que era peor: me hacían engordar. Había épocas en las que adelgazaba más, pero no lo hacía a propósito y no solía ser mucho.
La situación era la pescadilla que se mordía la cola, a más peso, me imponía más dietas imposibles que me generaban más ansiedad, y a más ansiedad, más comía y con más virulencia, lo que me llevaba a una mayor ingesta calórica cuyo resultado era más peso, que me llevaba a volver a hacer otra dieta imposible… y así una y otra vez.
Pasó el tiempo y sostuve esta situación durante toda mi juventud.
Conocí a un chico e iniciamos una relación. Él tampoco tenía una educación nutricional muy buena y solía comer mal y mucho (de hecho con el tiempo se le manifestó una diabetes mellitus de tipo II) y tampoco era nada amigo del ejercicio. Para más inri, era él el que hacía la comida, por lo que, durante los años que estuvimos juntos yo continué ganando peso de forma gradual. Intentaba hacer ejercicio, pero como mi sistema de comidas era un auténtico desastre (tenía una alta ingesta calórica de comida poco saludable), se me hacía imposible perder peso ni llevar una vida sana.
Me quedé embarazada y dejé de fumar, lo que aumentó mis ya altos niveles de ansiedad. Durante el embarazo comencé a engordar muchísimo, a razón de unos tres kg. por mes, lo que, habiendo comenzado el embarazo con 72 kg. de peso y 1’57 de estatura, terminé el embarazo con unos 100 kg de peso sobre mis piernas. Cuando di a luz, de esos 100 kg. sólo bajé 3 kg. lo que me dejó con una obesidad de 97 kg.
Aunque era consciente del peso que tenía sobre mí, no conseguía adelgazar. Simplemente la ansiedad tan grande a la que estaba sometida no me lo permitía: con este chico las cosas cada vez iban a peor, no nos llevábamos bien, mi hija recién nacida ocupaba prácticamente todo mi tiempo y el fantasma del cuerpo 10 ensombrecía mis pensamientos. Así que ni siquiera me preocupaba en hacer dietas, había tirado la toalla y comía lo que el cuerpo me pedía, sin pensarlo: magdalenas, pipas, chucherías, palomitas, hamburguesas, patatas fritas, bebidas azucaradas… todo sin medida y unido a una vida absolutamente sedentaria, sin el más mínimo movimiento aeróbico más allá de caminar por mi casa.
Mi vida era un auténtico desastre: mi autoestima estaba por los suelos y mi salud completamente deteriorada, con un trastorno de ansiedad y otro de obsesión compulsiva, ambos arrastrados desde la infancia y agravados por la situación que tenía, un grave problema de obesidad, y niveles altísimos de triglicéridos y azúcar, además de problemas de movilidad por la cantidad de peso que soportaba mi cuerpo, y que cada vez iba a más. No hacía más que comer y beber sin hacer ningún tipo de ejercicio. Me sentía triste, irritable, con un alto grado de negatividad y graves problemas para dormir. Comía sin control, hasta hartarme y no por hambre, sino por ansiedad.
No había mi hija cumplido aún los dos años de edad cuando por circunstancias personales, me separé de mi marido. Justamente en aquella época me hice un examen completo de salud y el médico me advirtió que, o bajaba de peso, o en un futuro no muy lejano podría tener problemas cardiovasculares. Con todo esto, me fui de mi casa, con mi hija a vivir con un familiar. Toda esa época vista desde el momento actual, fue muy traumática y difícil pero aun así la semilla del cambio comenzó a germinar dentro de mí, me dije: “esto no puede seguir así, o cambias tu vida o la pierdes por completo”. Miré dentro de mí y me di cuenta de que tenía un grave problema de ansiedad que me había convertido en una persona adicta a todo tipo de comida calórica.
Comencé a buscar por internet y leyendo descubrí que tenía un problema en mi conducta alimentaria llamado “trastorno por atracón”. Este trastorno consiste en una ingestión excesiva de alimentos con altos niveles de grasa, azúcar o sal que fomentan la liberación anormal de los neurotransmisores de serotonina y la dopamina, responsables de la felicidad y la sensación de bienestar, pero esta liberación es de corta duración y provoca que las ganas de comer vuelvan pronto por lo que se activa un bucle en el que se necesita comer más y más para sentir los efectos placenteros. Las personas adictas a la comida, se sienten mal emocionalmente consigo mismos y buscan revestir esos problemas comiendo, lo que se traduce en un sentimiento de malestar por haber comido en exceso que se suma al malestar que ya siente la persona por lo que es un bucle que no tiene fin.
Decidí cambiar mi vida y comencé a educar mi mente cambiando mis hábitos alimenticios y aprendiendo a comer. Poco a poco empecé a sentirme mejor. Fue un proceso gradual en el que estuvo implicado mi deseo de cambiar, la motivación y la persistencia. Así, poco a poco comencé a bajar de peso. Día a día me esforzaba por llevar una alimentación adecuada, manejaba técnicas y trucos para comer menos, añadía ingredientes saludables que me gustaban a las comidas que ingería en lugar de ingerir comidas poco saludables. Progresivamente, me fui reencontrando y mi vida comenzó a cambiar.
Cuando alcancé un peso de 88 kg comencé a correr. Lo pasaba fatal y prácticamente no aguantaba nada. Solía correr minuto y medio y el resto lo hacía andando. Normalmente tardaba unos doce minutos en hacerme un km. y hacía dos km. (de los que la mayoría eran andando). Recuerdo que solía terminar con un dolor horrible en el músculo tibial anterior y en la zona de la cresta iliaca de la cadera que me impedían prácticamente andar durante el resto del día. Pero como veía que iba bajando de peso no me daba por vencida. Corrí con sol, con frío, con lluvia, con nieve… de todas las maneras posibles y conforme iba bajando de peso me ilusionaba y motivaba.
Durante siete meses continué así y bajé un total de 25 kg. El destino quiso que conociera a una nutricionista e instructora personal que me abrió nuevos caminos, me inició en el entrenamiento con pesas y me ayudó a adquirir una técnica al correr además de mostrarme cómo influye la nutrición directamente en nuestra salud y en nuestras emociones. Junto a ella, continué perdiendo peso y ganando masa muscular.
Comencé a fortalecerme y a ganar resistencia. Pasaba el tiempo y la práctica diaria de ejercicio pasó de ser ocasional para convertirse en un hábito diario. Me sentía mejor conmigo misma, ya no tenía tiempo para pensar en los problemas diarios, en resentimientos, malos pensamientos o derrotas. Mi vida se transformó por completo. Ya no necesitaba recurrir a la comida para sentirme bien, porque simplemente ¡Me sentía bien sin más!
Conforme la práctica deportiva y los correctos hábitos alimenticios iban inundando mi vida, no solo iba experimentando importantes cambios físicos, sino que además estaba adquiriendo un equilibrio mental que nunca antes había logrado. Realmente entendí el significado real de la frase “mens sana in corpore sano” y lo importante que es mantener un sistema de ejercicios diario. Mi positivismo creció, mis problemas de ansiedad y mi trastorno de obsesión compulsiva desaparecieron por completo.
Ahora, un año y medio después de que mi vida tocara fondo y decidiera poner fin a mi desastroso estilo de vida, me siento como si fuera otra persona. Alguien nuevo, renacido: como si me hubiera quitado mi vieja piel y debajo hubiera otra persona completamente distinta. Los hábitos de alimentación saludables y el deporte diario me han convertido en alguien completamente diferente, que disfruta más de la vida, que se siente bien, con ganas de vivir y afrontar los retos de la vida con positivismo. Ir al gimnasio, comer con salud y adoptar unos hábitos de vida saludables no es algo que se deba hacer temporalmente para adelgazar como parte de la “operación bikini”, sino que es un estilo de vida.
Espero poder inspirar a alguien con mi historia: somos nosotros quienes decidimos cómo queremos vivir. Nosotros somos los responsables de las decisiones que tomamos en nuestra vida y de la dirección que queremos que ésta tome. No podemos predecir a qué situaciones nos vamos a ver expuestos, pero sí cómo reaccionamos a ellas. Somos los directores de la orquesta de nuestra vida y los comandantes que toman las decisiones sobre el rumbo que queremos llevar en ella. Nadie tiene poder sobre nosotros. Ninguna situación nos puede afectar, ni tenemos porqué dejarnos llevar si no queremos. El momento es ahora. Toma las riendas de tu propia vida y no dejes que nadie conduzca por ti. Sólo hay una vida. Vívela bien.
Mi lema: Equilibra tu mente, dirige tu vida.
Si yo fui capaz, ¡vosotros también lo sois!
Yolanda Robledo